Un ejemplo muy claro y evidente: el Monte Testaccio
Entre los siglos I y III d. C. las ánforas tenían diversos usos, por ejemplo, en la construcción. Se han encontrado en numerosas obras, ya molidas para fabricar tejas o canalizaciones para aguas residuales. Otro uso muy común eran las urnas funerarias o directamente se desechaban una vez utilizadas. Hay vestigios de que cuando los barcos llegaban al puerto de Roma cargados y una vez vaciaban su contenido, las cargaban en burros de cuatro en cuatro, todavía enteras, hasta llegar al Monte Testaccio (que se encuentra a 50 m sobre el nivel del mar) y allí las tiraban, rompiéndolas previamente. Los desechos de estos recipientes cerámicos crearon una colina de unos 53 millones de ánforas rotas que hoy día está cubierta por vegetación. Los arqueólogos han aportado, con varios estudios, unos datos muy curiosos, en primer lugar, que no montaban basureros donde abandonaban sus desechos sino todo lo contrario, elaboraron unos muros a conciencia, hechos con trozos cerámicos como contención, realizados con bastante disciplina.
También nos han aportado muchos datos sobre el comercio entre la Península Ibérica, el norte de África y la capital del imperio romano, sobre todo del aceite de oliva procedente de la Bética, que permitió abastecer de este líquido tan preciado a más de un millón de personas durante 250 años. Las ánforas tuvieron otros usos más cotidianos, se acostumbraba a enterrar ánforas de vino el día del nacimiento de un niño y hasta que no llegara el día de su boda no se desenterraba, suponemos que para la celebración. También se entregaban a los atletas ganadores llenas de aceite, allá por el siglo V y IV a. C.